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Culturales

LOS NIÑOS DEL ANDÉN

Crónicas Literarias

 

 

 

 

Por Juan Carlos Cena especial para el MONAREFA

15 de septiembre del 2018

Anduve por muchos andenes, despidiendo compañeros, amigos o parientes. Vida de ferroviario. En todos lo andenes la presencia permanente era la de los perros, se comportaban como los dueños del andén; era su territorio, pero no todo, era por zona la cosa. Para unos, la zona norte, para otros, la zona sur; pero todos entonadores de ladridos varios.

Al llegar a Buenos Aires, adulto ya, en la estación de Retiro, la cosa cambiaba: circulaban perros y niños en el andén. En esta estación, los otros dueños territoriales del andén eran los niños más que los perros. A la hora del hambre de los niños, éste, casi siempre coincidía con la llegada de algún tren de larga distancia, ellos rumbeaban para el coche comedor. Ahí, los proveían de comida y bebidas, ya los conocían hasta por sus apodos. Al terminar el ajetreo de la llegada del tren, niños y perros se encarrilaban para el lado de la salida entre ladridos, manoseos y caricias.

Después de la dictadura militar, nosotros los ferroviarios, nos reuníamos al mediodía en la confitería en la estación Retiro del F.C. Mitre para ver como reconstruíamos el sindicato, siempre a la hora de la comida. No era fácil la cosa. Primero debíamos reconstruirnos nosotros; regresábamos llenos de magullones en el alma, temores escondidos y el terror que asechaba. Éramos hombres escombros.
Uno de esos días de arduas discusiones se arrimó un niño. Vendía estampitas.
- Me da una moneda o me compra una estampa para poder comer, ¿ah?, nos dijo en medio de esa oferta inapelable. Era verlo y no dudar, esmirriado, pálido y sucio… dientes raídos…

- ¿Tenés hambre?, le preguntamos, casi en coro. A puro gesto nos respondió que sí, con vergüenza. Sentía vergüenza de tener hambre. Es que la sociedad en general, en el roce diario, discriminaba a estos niños por tener hambre. Ellos tenían una vergüenza explicable, pero no entendían porque lo condenaban hasta avergonzarlos por tener hambre.

Él, nuestro niño, tenía hambre y los otros también, por ello, no entendían el desprecio.
- Sentate y comé con nosotros, arrima una silla. Lo invitamos, hicimos un lugar. No bien lo hizo apareció el mozo con gesto discriminatorio. El mozo era parte de la sociedad.
- El niño no puede estar ahí, dijo intentando retirar la silla con el niño y todo.
- Nos paramos casi de un salto, le agarramos el brazo a este mozo alcahuete del patrón y le dijimos:
- Al niño no lo tocas, él, es nuestro invitado, se queda, que joder. Si el niño se va nos vamos todos.

Éramos como 20. Mozo y dueño se habrán dicho se van 20 platos. Todo se aquietó. El niño comió, se quedó con nosotros con una sonrisa triunfante… por fin lo habían parado al mozo. Por primera vez su cuerpo sentía la tibieza del alimento nutritivo. Además, la sensación de protección lo hacia sonreír. Lo protegían, era nuevo para él.

Al otro día apareció de nuevo con una nena, al otro día, eran tres…y así seguían apareciendo niños con hambre… atrevidamente.

Por ese entonces, los compañeros ferroportuarios nos habían autorizado a que almorzáramos en su comedor, el del puerto, el General Pistarini. Más barato y sabroso

Fuimos, nos hicimos del ambiente. Éramos los únicos de corbata aunque en manga de camisa. En ese tránsito habíamos abandonado a los niños. Nos miramos culposos. Leopoldo salió a buscarlos. Encontró a uno de ellos. Este lo abrazó, a Leopoldo se le aflojaron las rodillas, le corrieron lágrimas que intentó disimular. ¡Qué abrazo! Me emocioné hasta las lágrimas, dijo Leopoldo.

Vino y dijo en forma prepotente ¿Qué hacemos con los pibes?, silencio. El mismo se respondió, ¿y si los llevamos al Pistarini?
Hay que pedir autorización a los compañeros.
Los ferroportuarios, solo dijeron ¿Cuántos son? Le dijimos una cifra estimada, en realidad, luego preguntamos ¿Son muchos?
- No, contestó un compañero.
Nosotros creíamos que nos decía que no.
Nos leyó la mirada:
- Es para saber cuantos cubiertos tengo que poner. Ustedes nos ayudan con los gastos ¿está bien?

 

Al otro día entramos al comedor del puerto con los niños. Los estibadores, guincheros, peones, policías y prefectura nos miraban sin decir nada, no entendían nada. Nosotros, en medio de la reconstrucción del sindicato, nos ocupábamos de los niños del andén. Solo sabíamos que los chicos tenían hambre. Los llevamos rumbo al puerto. Los pibes caminaban junto nosotros, como nunca, callados. Es que ellos eran dueños de la calle y de sus voces sin restricciones. Esta vez en silencio… Llegamos.

Se pararon frente a la puerta del comedor. Estaban duros. El restaurante obrero era bullicioso, se hablaba en voz alta, todos con ropa de trabajo, poseedores de ademanes fuertes y de olores, ni hablar, el amoníaco de las axilas predominaba. Vieron a los niños y ahí no más, un silencio cubrió el comedor. Se aquietaron las manos, el masticar y el chasquido del paladar y la lengua… se enternecieron.

 

 

 

Se apersonó el encargado, un hombre inmenso, alto como los hombres de Carpani, tomó a una nena de la mano y les dijo: entren pibes…Todos fueron tras él. El silencio nos aturdía. Se masticaba despacio, la sopa ni se sorbía… se enfriaba y en su superficie aparecían manchas de grasa espesa.

Nosotros observábamos la reacción de los trabajadores portuarios. La gestualidad cambió.

Los rostros se endulzaron, el cariño y la ternura apareció en sus miradas. Se anularon las palabrotas. Los niños con su sola presencia habían cambiado el ambiente cotidiano de voces fuertes.

Nunca nadie antes los había hecho callar.
Los chicos se acomodaron, miraban fijamente el plato. Ni pellizcaban el pan. Vino uno de los mozos y les dijo:

- y esas manos ¿Están sucias? Hay que lavarse. Las nenas primero, al baño, hay jabón y toalla de papel, se lavan bien, cuando terminen recién entran los varones, eso se hará todos los días… entendido…
- ¿Todos los días? Dijo uno, ¿Vamos a venir todos los días? Repreguntó otro.
-Si van a venir todos los días, dijo el mozo, y el que falte no viene más, se jode. Ese regaño fue música.

Al otro día regresaron con algún agregado. El comedor cambió. Cuando estaban los niños el lenguaje dejaba de ser soez.
Pasaron días y días.

Un día entraron todos, dejaron una silla vacía. Nadie preguntaba nada.
De repente en la puerta la niña que faltaba se dibujó
en su contorno. Todo el mundo enmudeció.
Traía un niño es sus brazos.
El salón se amordazó.
Todos nos hicimos la misma pregunta.
¡Tan pequeña ella! ¿Ya mamá?

El mozo salió a su encuentro, la ayudó a entrar. Todos los pibes la saludaron a los gritos, al niño le hacían mimos y caricias. Era un bebe. Los varones lo tomaban en sus brazos, lo acunaban uno por vez, como si fuera de todos ellos.
Ese día nadie preguntó nada.

Al otro día lo mismo. Pero la pregunta con la incógnita prevalecía en nosotros...
Hasta que un día nos contaron a instancia de nuestra valentía.

No era de ella. Era de todos. Lo habían encontrado en un basural de Retiro dentro de una caja de cartón. Lo lavaron, alimentaron… lo fueron criando en silencio. Una crianza casi clandestina. La niña de 10 años asumió el papel de mamá. Era un niño encontrado, abandonado por el ser humano que lo había parido. ¡Qué indignante la condición humana!

Por supuesto, no estaba anotado en el Registro Civil, no tenía nombre, o mejor dicho, su nombre se lo dieron los otros niños en la piedra bautismal del abandono.
Nosotros impotentes. La inutilidad nos consumía. No sabíamos que hacer.

Consultamos con unas compañeras del ferrocarril. Nos hicieron pata… como decimos los trabajadores… Vinieron al comedor, una y otra vez. Se la presentamos a los chicos. Intimaron con ellos, despacio, muy despacio.

Todos los niños de la calle son desconfiados. Les permitieron que acunaran al niño, hasta que una de las ferroviarias, más precisamente Violeta, invitó a la niña a su casa, también, una y otra vez. Nosotros todavía en estado de inutilidad, los portuarios, estibadores, recios hombres, como nosotros, mudos…
¿Quién era Violeta? Ella era una compañera de las oficinas centrales del ferrocarril. Durante la dictadura militar se hizo cargo de los reclamos administrativos de los cesanteados y de los habeas corpus de los compañeros. Era una mujer llena de valentías.

Cuando retornó la democracia, la incorporamos como delegada a nuestros congresos gremiales del personal Técnico. Nunca quiso otro cargo. Ganamos las elecciones y en el primer congreso fue elegida como la presidente de ese evento, como una manera de homenajearla. Era radical, honesta y coherente. Nunca nos fijamos en su tendencia partidaria, sus actitudes superaban toda ideología o encasillamiento.

Pasó el tiempo… la niña con el bebe no vinieron más al comedor. Violeta, la compañera ferroviaria, los había acogido en su casa, había regularizado los papeles del niño, la niña ya iba a la escuela…. La Niña un día regresó con el niño a ver a sus amigos de los andenes…. otra ropa, limpios, perfumados... ¿Qué facha! Dijeron los otros niños en coro. La olían y se reían. Violeta no entró. Se quedó afuera fumando, espiando. Lo fundamental fue el respeto hacia los niños…

Violeta, fumadora empedernida, dejó de fumar; podía perjudicar a los niños. Estos le cambiaron la vida. Violeta dejó de ser gentil con nosotros, no nos invitó nunca más a su casa. No nos ofendimos, la entendíamos. Violeta cuidaba la privacidad de los niños.

El marido de Violeta dijo que Violeta tenía razón. Aunque él había pasado a un segundo plano, era feliz, sumamente feliz. Violeta se mudó de barrio, no fue más al sindicato, pero en las horas de trabajo preguntaba como iban las cosas…

Nosotros seguimos con los niños, nuestros menesteres y pesares.

Así era la vida por ese entonces.
Vino el neoliberalismo y la oleada privatista…

Los niños que antes dormían en los coches de pasajeros con la anuencia de los ferroviarios y comían en los coches comedores, ya no más.

Ya no hay más ferroviarios ni ferroportuarios…
Todo se privatizó… mejor dicho, se concesionó… se perdió…

El comedor Pistarini cerró…

Los niños crecieron y vinieron otros niños… sigue habiendo niños con hambre… por ello… ese verso nos pinta la realidad: A esta hora exactamente, hay un niño en la calle…
Armando Tejada Gómez
Crónica literaria basada en un hecho real. Vivido por el autor.

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